El pasado sábado 7 de agosto yo tuve una bonita experiencia por tierras de Kentucky, me fui al Dewy Lake a remar en una canoa, invitado por la señora Elizabeth. Sentir el agua, romperlo y dirigirlo es algo que me fascinó. Pero mi regreso a casa fue traumático para mi.
Hacía unos días que no hablaba con mis padres, confiando en que todo iba bien. Sin embargo en mi móvil encontré un mensaje de mi padre: "Llámame en cuanto puedas". La conversación que siguió a ese momento fue de las más duras de mi vida.
Mi abuela Mercedes acababa de cumplir 93 años el 2 de agosto, y pude hablar con ella, o lo intenté porque ella ya no escuchaba bien. Le canté el cumpleaños feliz y me mandó un beso. Siempre fue una persona sonriente, alegre, de apariencia y espíritu joven, de quien me ha impresionado siempre su inocencia. No podía esperarme lo que estaba oyendo. "La abuela se está muriendo".
Antes de venir a USA visité a mi abuela, y le tomé esta foto que os muestro con mi móvil, la última que tengo de ella, en la que le obligué a posar haciendo un poco el payaso. Divertida, como era ella. Aunque en nuestra conversación ella se sentía triste, apática y apagada, y la tratamos de animar. Antes de despedirme le hice prometerme una cosa, que no se muriera hasta dentro de muchos años porque era mi última abuela que me quedaba con vida. Me desobedecío.
Ironías de la vida, desde que murió mi abuelo en el año 96 mi abuela entró en un periodo en el que, aunque estaba física y mentalmente bien, tenía unos repentinos delirios en los que creía que alguien la perseguía. Hubo momentos en los que esas visiones la llegaron a poner en peligro, pero sobre todo me dolía verla sufrir. No obstante de unos meses a esta parte su cerebro se había inventado que, finalmente, sus perseguidores habían entrado en la cárcel y ya no podían hacerle nada. Volvía a sentirse libre y feliz. Aunque siempre repetía una cosa: "me pusieron unos polvos en la garganta y cada vez hablo menos y peor, me cuesta". Incluso alguna vez confesaba creer que tenía cáncer.
Sus hijos la llevaban a hacer chequeos habituales y los médicos la encontraban sana como un roble. Días antes de su muerte también la llevaron a un especialista a que le mirase la garganta, que le molestaba, y le diagnosticó una faringitis. Sin embargo la realidad era mucho más dramática. Mi abuela tenía un gigantesco cáncer en la garganta.
El sábado mi abuela estaba con mi padre cuando de repente sintió que no podía respirar. En la residencia se asustaron y llamaron a una ambulancia. Entró en el hospital y no volvió a salir. Allí le descubrieron el cáncer, pero no se podía hacer nada por ella. La sedaron, la familia vino a visitarla, por momentos estaba consciente y sonreía, pero yo tenía una pena enorme. Mi abuela fue como una segunda madre para mi, siempre tierna y dulce. Con ella podía hablar de mis sentimientos reales, de mis emociones, de mis enamoramientos. Era mi confidente y mi consejera. No se si podéis imaginar el amargo dolor que sentí cuando me vi impotente, incapaz de estar allí con ella, darle la mano, decirle que la quería, que gracias por todo, que fue alguien importante en mi vida.
A los dos días, el lunes, murió. Afortunadamente apenas sufrió, no tuvo que soportar meses y meses de la enfermedad sabiendo que iba a morir. Y murió un paz, tranquila, liberada y serena. A través de mis padres le mandé todo mi amor y mi gratitud, y ella, por lo que dicen, sonrió. E incluso el domingo, el último día que ella estuvo consciente, sentí algo especial. Estaba yo jugando en el ordenador cuando claramente escuché "Javier", que es como ella solía llamarme. Lo escuché tres veces, y era la voz de mi abuela, claramente. Luego me dijo "Adios". Quise prolongar esa sensación, conversar con ella, pero no pude, lo que luego creía que me estaba diciendo era cosa de mi imaginación, pero aquellas dos palabras se que eran de ella, no se por qué pero lo se.
El miércoles fue su funeral, y mis padres me ofrecieron estar presente de una manera especial. Me mencionaron en la eucaristía y el féretro de mi abuela, desde el tanatorio, estuvo acompañado de un ramo de flores que encargué con solo dos palabras, como las que ella me dirigió: "Gracias. Javier". No podía imaginar nada mejor ni más hermoso. Escogí rosas amarillas y rojas, colores de Aragón, porque aragonesa era ella como aragonés soy yo. Pero hay algo más, el rojo es el color de la muerte, el amarillo es el color del sol, de lo nuevo, de la resurrección.
Mis padres quisieron guardar el ramo para secarlo, pero el último capricho del destino fue que, cuando la enterraron, los operarios metieron con ella el ramo que estaba encima del ataúd. Mi ramo. Así que me llevó eternamente consigo, como yo ya la llevo eternamente conmigo.
Muchas gracias por todo abuela, de ti he aprendido a ser humilde y elegante, a ser inocente y astuto, a sonreir para tapar el llanto y a amar desde el silencio. Te quiero.
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